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Cómo aprendí a volar


Lo recuerdo más o menos así:

Estaba en el salón de clases, mitad silencio mitad bulla. Era uno de esos momentos en que el maestro ya no hablaba porque había dado las indicaciones necesarias para que nosotros trabajáramos en algún ejercicio. De seguro era algo sin importancia porque esto ya no lo recuerdo.

Dejé de escribir para luego fijar la mirada en el techo del salón de clases. Era demasiado alto, siempre me preguntaba por qué habían construido esta escuela con muros enormes y un techo que, ni con una escalera, era posible alcanzar. Era una prisión disfrazada de colegio.

De pronto comencé a volar. Había visto muchas veces la película de Peter Pan y sabía muy bien cómo hacerlo. Era cosa de aligerar el cuerpo, elevar suavemente los brazos, como si fueran dos hojas tomadas por el viento, y listo, a flotar. Pero me costaba trabajo hacerlo, era la primera vez y no tenía práctica. De repente mi cuerpo se sacudió para luego tomar su peso regular, caí sobre mi asiento.

Lo intenté nuevamente, poco a poco fui subiendo, me sentía como un avión en turbulencia, pero estaba ganando estabilidad. Supongo que alguien lo notó porque en menos de un minuto, varios de mis compañeros estaban gritando mi nombre y acusándome con el profesor. Les parecía extraño verme volar, y a mí me parecía extraña su extrañeza… ¿acaso el volar y hacer uso de otros poderes no es el sueño de todo niño? ¿Acaso a edad temprana no se cree que es posible surcar los cielos sin la necesidad de un avión? Apuesto a que ellos creían en cosas fantásticas... mas no en mí.

Mi instinto de supervivencia me decía que tenía que salir de ahí. No me iba a ser posible volar tranquilamente si los otros niños gritaban acusaciones contra mí. Yo había logrado lo imposible, conseguido lo que ellos querían hacer en el fondo de su corazón y no sabían cómo. No podía permanecer ahí bajo esas circunstancias, tenía que huir.

Empecé a mover mis manos y mis pies para acercarme a la ventana, como si estuviera nadando en el aire (la puerta estaba cerrada). Además las ventanas tenían la altura del salón, por lo que salir volando sin que nadie me detuviera iba a ser fácil. Alguien notó mi plan y advirtió a los demás que no me dejaran salir, ¿acaso era la voz del profesor? Sí, era él quien gritaba, ¡No lo dejen salir, cierren las ventanas!

Un profesor debe enseñar a sus alumnos a volar, pero este no, quería que todos estuvieran sentados, pegados a las butacas y repitiendo ejercicios, yo no era la excepción. Ahora sé que ese profesor –y muchos otros– nunca aprendió a volar, por eso no toleraría semejante acción, para él yo era un desobediente.

Mis compañeros se subieron a los escritorios para atraparme, otros se apresuraron a cerrar las ventanas. Eso me causó pánico e hizo más difícil el vuelo. No sabía cómo mantener mi cuerpo ligero cuando se llenaba de miedo. El miedo era muy común a esa edad y no sólo me frenaba el vuelo, sino también la mente, el corazón y me paralizaba todo el cuerpo.

Antes de que ellos lograran atraparme, pero antes de que yo lograra salir también, desperté.

*****

Este fue un sueño recurrente en mi infancia, es decir, un sueño que se repitió muchas veces. El sueño tenía más o menos la misma secuencia y me causaba el mismo miedo. La única diferencia era que cada vez que volvía a despegar desde mi silla en aquel salón de clases, en aquella escuela primaria, sabía volar mejor. Este sueño con forma de pesadilla entrenaba mi alma para lo que iba a venir después. Recuerdo que un día logré dejar el salón de clases y surcar los cielos, a partir de ahí ya no volví a tener el mismo sueño, pronto se haría realidad.

Siempre me he forjado mentas concretas como escribir una canción, publicar un libro, pintar una colección de santos carmelitas o componer un álbum de salmos. Volar, a fin de cuentas. Todas ellas han tenido fecha y nombre, y las he cumplido. Pero lo más importante para mí ha sido unificarlas, y no ha sido tarea fácil. La diversidad de proyectos a la que me he entregado ha sido también el peligro de caer en la dispersión, de dejarme atrapar por todas esas manos que me jalan hacia abajo reclamándome una vida más convencional.

Mi meta era alcanzar la unidad y la integración de mis talentos a una edad específica sin por ello dejar de volar. Este año cumplo treinta, he cumplido mi meta. He logrado dejar ese salón de clases, vencer la gravedad de mi cuerpo, el miedo de mi alma y volar libremente siendo uno solo, es decir, de unificarme sobre bases sólidas. Y esa unidad me la dio el Carmelo. Ahora puedo compartir los frutos de mi trabajo. Ahora puedo decir quién soy y qué hago. Ahora puedo contar el sueño que predijo en gran parte mi destino y mi vocación. Ahora puedo decir que logré cruzar la ventana y, en contra de los reclamos de aquellas voces que sólo supieron sentarse en el salón de clases a repetir ejercicios, anunciar a otros que es posible volar…

Todavía me pregunto quién y con qué motivo construyó aquellos salones tan altos, siendo sus proporciones innecesarias. Independientemente de cuál sea la respuesta, ahora sé que gracias a esa altura pude atravesar la ventana sin ser atrapado para volar libremente y compartir esta memoria hoy, el día de mi cumpleaños número treinta.

No cuento esto como un final, sino como un comienzo. Parece que la introducción se ha terminado, es hora de doblar las mangas hasta el codo y elevar los brazos para el vuelo más importante:

Capítulo número uno.

Ya no hay miedo, las voces que fueron entrenadas para frenar los sueños están muy lejos, mi oído no se entretiene con ellas, son como un idioma lejano que he olvidado. La escuela de altos muros quedó atrás, y ante mis ojos se extiende una montaña cuya cúspide me llama con un lenguaje fresco. Vida sólo hay una, y hay que vivirla sin temor porque lo que no se usa, se pudre y huele mal (como el aliento del profesor que ordenó cerrar las ventanas). Y hablando de ventanas, abriré cuantas encuentre, no me interesan las puertas.


PD. Si veo a un niño volar, me haré de la vista gorda y lo dejaré escapar.


Manu, OCarm.

08 de diciembre de 2014

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