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Un nuevo rey (primera parte)


De niño, acostumbraba mirar las estrellas antes de dormir. Se había convertido en un ritual. Además, desde mi cama podía ver casi la mitad del cielo centellear a través de mi ventana. Me gustaba agruparlas y buscar en ellas formas conocidas: caballos, flores, aves volando y elefantes marchando. Los demás niños veían cosas en las nubes, yo no, yo las veía en las estrellas.

Algunas veces cerraba los ojos e imaginaba que aquellas lucecitas bajaban del cielo para jugar conmigo, que eran personas con vestidos blancos como las nieve, y que flotaban en el viento como si nada las sujetara a la tierra. Entonces me tomaban de las manos y girábamos mientras escapábamos por la ventana, luego íbamos a visitar tierras lejanas para reunirnos con personajes misteriosos capaces de hacer prodigios nunca antes vistos.

Cuando cumplí doce años dejé de contar esto a mis amigos porque se burlaban de mí. Me decían que yo alucinaba, que me estaba volviendo loco, que las estrellas no pueden acercarse, que no son personas, etc.

Con el paso del tiempo me volví un muchacho temeroso. Sentía la necesidad de protegerme de todo lo que fuese desconocido y diferente, y de evitar aquello que provocaba las burlas de mis amigos o las reprimendas de mi padre. Las estrellas dejaron de fascinarme, ahora eran extrañas luces que se movían en un espacio lejano. Dejé de mirarlas, esperaba olvidarme de ellas. No sé si los otros muchachos también renunciaron a la búsqueda de formas en las nubes, pero yo dejé de buscarlas en las estrellas. Al caer la noche, ordenaba a mis sirvientes que cerraran las cortinas para poder dormir con tranquilidad.

Ahora soy el rey. Desde niño mi padre me decía que me convertiría en rey, pero nunca entendí de qué se trataba. Siempre lo veía cruzar el palacio vistiendo largos atuendos y hablando con mucha gente que le traía regalos, noticias e interminables problemas. Yo prefería jugar en el jardín y practicar mi escritura, pero sus palabras siempre era la misma: “No te preocupes, crecerás y eso dejará de importarte. Nada es mejor que ser rey y gobernar a todo un pueblo.”

Ese momento llegó. Tres días después de la muerte de mi padre tomé el reinado. Hubo algunos detalles que él nunca pudo afinar, pequeños problemas que se adhirieron a mí como piedritas atoradas en las sandalias. Heredé todo, lo bueno y lo malo; heredé a un pueblo donde viven ricos y pobres por igual, una nación poderosa pero frágil. Y eso me daba miedo. La vida en los alrededores era como un espacio infinito donde cualquier cosa podía pasar, tal y como era el cielo cuando se hacía de noche y millares de estrellas centellaban en él.

Antes de entender todos los asuntos a los que mi padre dedicaba su tiempo, llamé a los arquitectos reales para construir una muralla, si quería trabajar a gusto debía sentirme seguro. Y así lo hice. En menos de un año logré abrazar los rincones del reino con un muro de más de diez hombres de altura. Antes de revisar la situación social y económica de mi nación decidí deshacerme de todos aquellos funcionarios que me resultaban sospechosos de corrupción o traición. Y antes de adentrarme en el conocimiento de la tierra, su fertilidad y los alimentos que se producen en ella, decidí construir decenas de graneros para asegurarme el alimento.

Todo lo tenía firmemente calculado, controlado y documentado, tal y como lo necesitaba a fin de dormir tranquilo por las noches. La inestabilidad y la muerte me daban miedo...

Pero justo cuando todo parecía estar bajo mi poder y en el horizonte de mi conocimiento, algo extraño ocurrió en el cielo…​​​​​​​​​​​​​​​​​

Continuará

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